jueves, 10 de enero de 2013

EDUCAR CON EMOCIÓN

A la hora de educar, nuestro foco de atención  debería de ir mucho más allá que a la adquisición de unos conocimientos encaminados a la obtención de un puesto de trabajo. Si queremos educar para la paz en un mundo globalizado, hemos de apostar por una educación más integral, que ayude a los niños a aprender a desenvolverse en situaciones diversas, a responsabilizarse, a conocerse a sí mismos, a saber relacionarse, a superar obstáculos, a cooperar, a encaminarse hacia lo que necesiten conseguir con dignidad y a cuidar del planeta que les acoge y sustenta.
Para todo ello, igual o más importante que el desarrollo de la inteligencia intelectual, es el desarrollo de la inteligencia emocional, aquella que nos permite gestionar nuestras emociones facilitándonos unas mejores relaciones sociales y una mejor relación con nosotros mismos, mientras caminamos hacia nuestros objetivos teniendo en cuenta a los demás y al entorno.
Un buen manejo, una buena gestión emocional, no significa control emocional. Las emociones no se pueden controlar. Las sentimos aunque no queramos, son organísmicas, surgen por algo, nos aportan una información y buscan expresarse. Si no, su energía queda contenida y buscará salida por otro lado, a través de un dolor de cabeza, un sarpullido en la piel, o algo más serio. Tener un buen desarrollo emocional significa más bien: reconocer lo que siento, darle una palabra; comprender por qué siento lo que siento, es decir de qué me informa esta emoción;  qué me impulsa a hacer y de qué manera lo hago para que sea enriquecedor. Así la emoción se expresa, no se reprime, no se controla. Significa también, tener la capacidad de compartir mis emociones cuando es necesario y tener la capacidad de empatizar con las de los demás.
La inteligencia emocional se entrena desde la práctica, idealmente desde la convivencia auténtica y trasparente con personas emocionalmente inteligentes. Sin embargo en este asunto, vamos la mayoría un poco cojos, víctimas de unas historias de vida emocionalmente precarias. La España de nuestros padres y de nuestros abuelos es una España dura, de guerra y postguerra donde la prioridad de las familias era la subsistencia física y más tarde el bienestar material. Ni nuestros padres, mucho menos nuestros abuelos, recibieron un trato sensible a sus emociones y por ello tampoco a nosotros nos lo supieron dar. Es decir, nosotros adultos nos hemos hecho tal como somos, condicionados (que no determinados) por la manera en la que nuestros padres o cuidadores nos han visto y tratado. Siendo un poco conscientes del impacto de las acciones y las palabras con las que nuestros padres se relacionaban con nosotros, nos daremos cuenta de la importancia de relacionarnos de una manera más saludable con nuestros hijos para no dañar su maleable constitución, ese “ser como esponjas” que son.
Así que para educar emocionalmente a nuestros hijos, hemos ante todo que hacer un ejercicio de conciencia, para ser capaces de observar de qué maneras les tratamos. Como, sin darnos cuenta reproducimos muchas de las maneras en las que nuestros padres nos trataron a nosotros, aunque no queramos hacerlo.
Los niños nacen con un gran potencial para el desarrollo, una gran fuerza vital para crecer, aprender y relacionarse. Poseen, como todo ser vivo, una asombrosa capacidad para autorregularse, es decir para encontrar siempre una satisfacción a sus necesidades, aunque la la vía para satisfacerse sea insatisfactoria. Un ejemplo de esto sería el niño que para satisfacer su necesidad de atención y afecto se comporta mal o agita demasiado, si es que por otra vía más saludable (siendo tranquilamente quien es) no lo consigue. Desde la infancia, en primer lugar nuestra familia y luego nuestra cultura, son los espejos en donde vemos si somos aceptables o no.
Para crear una convivencia rica emocionalmente en nuestros hogares y en nuestras escuelas, cabe ante todo alimentar una actitud de respeto ante el niño. Respeto a su individualidad y  a sus necesidades. Si queremos que los niños aprendan a reconocer y expresar lo que les pasa, hemos de nosotros también ser capaces de compartir con ellos también lo que nos pasa. Teniendo en cuenta su edad, es claro, a la hora de dar explicaciones, pero con transparencia y sinceridad. Hemos también, de favorecer la escucha, dejar espacio para que nos hablen y compartan lo que sienten. No avasallarles a preguntas que les bloqueen, teniendo en cuenta su ritmo.
Se aprende desde la imitación y la práctica, no desde lecciones teóricas.  Somos sus principales modelos, no nos queda otra que practicar aquello que luego queremos ver en ellos. Así nuestros hijos se convierten en nuestros maestros y nosotros podemos evitar tanto sermón y consejo, dedicándole más tiempo a observar desde el silencio.
Evitar etiquetar ya que así establecemos un juicio, muchas veces negativo y facilitamos que el niño se identifique con esa etiqueta que aunque sea positiva es imposible que sea siempre verdadera y llevara siempre al niño a confusión. Mucho más adecuado es describir lo que observamos, “veo que estás muy disgustado” en lugar de “eres un enfadón”  o “me gusta el dibujo que has hecho” en lugar de “eres un gran artista”. Acompañar al niño con lo que está sintiendo, sin juicio sin intentar buscar una salida satisfactoria por él, permitiéndole que sea él mismo que la encuentre. Esto nos cuesta mucho hoy día, nos falta paciencia y confianza, así que las tendremos que invocar par que inspiren nuestra práctica. Lo cual no quiere decir tampoco que no podamos compartir con ellos nuestros puntos de vista y valores, pero es importante observar nuestra intención, con qué tono de voz y en qué momento les decimos las cosas, si se las estamos imponiendo o estamos respetando su sentir.
Publicado en el Ultima Hora el 12 de Enero del 2013

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