domingo, 21 de octubre de 2012

INFANCIA, DIVINO TESORO


Nacemos inacabados. El bebé humano es la criatura que nace más dependiente del cuidado de sus progenitores para vivir y desarrollarse. Necesitamos que nos provean de alimento, higiene, abrigo e igual o más  importante, de  afecto, atención y contacto físico. Nacemos a su vez, con un gran potencial latente que sigue un intricado plan genético,  a la espera de ser desarrollado en íntima relación con el medio ambiente. Es este medio ambiente el que perfila la manera, el modo en el que el plan genético se va a manifestar en cada uno de nosotros.
Hoy sabemos que el desarrollo inicial es delicado y de gran importancia. Es el fundamento, son los pilares del bienestar del cuerpo y del alma del individuo. De lo que sucede en los primeros años, los más susceptibles de todos, dependerá la personalidad del adulto que intervendrá en un futuro en el mundo. Por eso la infancia es un tesoro que vale la pena cuidar con entrega y conciencia, por el bien individual y el colectivo.
Sin embargo, el estilo de vida de la sociedad actual, tiende a alejarnos de la subjetividad que caracteriza al ser humano, en honor de la objetividad de la ciencia y la predictibilidad de las máquinas. Desconectándonos de la transformación personal que acontece y de la tremenda aventura que supone, el volvernos padres o madres. Desconcertados, nos volvemos hacia los profesionales o los manuales sobre educación deseosos de encontrar una receta mágica. Dejamos de hacernos eco de nuestra intuición y sentido común, quedándonos,  la mayor parte de las veces con una sensación de culpa e inseguridad tanto en cuanto a nuestras acciones como a nuestras omisiones.
Es por todo ello oportuno profundizar un poco sobre la condición infantil y reapoderarnos de ser madres y padres. Observar las particularidades, edades, fases, potencialidades y límites de nuestros hijos. Revisar cómo son nuestros métodos de crianza actuales con la conciencia del peso que tienen en la construcción del futuro ser adulto en el que se convertirán nuestros hijos.  Con la voluntad de mejorar,  para que nuestros hijos puedan desarrollarse en un ambiente más saludable y respetuoso, provistos de una estructura de carácter equilibrada, cuya fuerza vital les capacite para tomar sus propias decisiones, encontrar sus propios caminos y llevar las riendas de su propia vida, contribuyendo así a la creación de un mundo donde todos los seres humanos podamos vivir en armonía con nosotros mismos y con la naturaleza de la cual también somos parte.
He aquí algunas pocas observaciones, a modo de reflexión en torno a estas primerísimas etapas y el modo en el que, si no somos conscientes y tomamos decisiones alternativas, la propia inercia de la cultura nos empuja a acometer:
El desarrollo infantil se da por etapas, empezando ya desde la concepción. Sabemos que sigue unos tiempos y un ritmo programados internamente, autorregulados. Lo cual significa que determinadas edades son especialmente favorables, debido a la maduración del cuerpo y el cerebro, para la consolidación de  ciertas aptitudes emocionales, cognitivas y físicas, siempre que el entorno sea adecuado, por lo menos suficientemente bueno. Igualmente, no podremos adelantar la adquisición de una aptitud si la maduración física no lo permite. Si no es así el desarrollo se verá comprometido, surgirán complicaciones que pueden afectar a la formación del carácter y a la salud psíquica y física. Cuan prioritario debería ser entonces el velar por el establecimiento de unos buenos vínculos afectivos, el respeto a los tiempos y ritmo de maduración, así como por  la satisfacción de las necesidades del niño, pilares todos de este entorno adecuado, tan necesario. Para ello es forzoso el tiempo de dedicación, de convivencia, de estar y compartir desde la serenidad y la calma. Y sin embargo, los padres presos del sistema laboral, nos vemos forzados a delegar en instancias varias, ese tiempo de dedicación.
El útero es el primer ambiente del bebé. La condición vital y energética de este hábitat cobra un significado para el bebé de aceptación o de rechazo, de tranquilidad o agitación ya en los primeros momentos de vida. El vínculo primordial surge del contacto continuo e íntimo del embrión con la madre. Cuando se quiebra la armonía interna que proporciona el útero, debido a alteraciones  físicas o químicas o  bien debido a aspectos psicológicos estresantes de la madre, el desarrollo puede verse seriamente perturbado. Muchas veces en nuestra cultura moderna de “superwomans” no tenemos en cuenta la vital importancia de este periodo y la dinámica popular nos impulsa a continuar con nuestro ritmo habitual, sin tener en cuenta la sagrada labor de estar creando una vida en nuestro interior.
El nacimiento es otro de los momentos importantes. Cuanto más natural, íntimo y amoroso sea el parto, más suave será el tránsito al espacio extrauterino, más rápida y mejor la adaptación del bebé al mundo y también la recuperación de la madre. Sin embargo nuestra cultura  del miedo conduce, las más de las veces, a que esta instancia sea tratada de manera excesivamente intervencionista, sin respetar las fragilidades emocionales del momento de la madre y bebé. Alimentando la vivencia de miedo, ansiedad, falta de autonomía e iniciativa. Desconectándonos nuevamente de nuestra fuente interna de conocimiento y autorregulación.
Y así sucesivamente, en cada momento, en cada etapa, con cada actuación por parte de los adultos cuidadores, vamos condicionando la manera en la que nuestros niños se van construyendo así mismos. En efecto, la educación sirve para transmitir nuestros valores, pero también nuestros “sin sentidos”. Nuestra cultura en crisis, es una cultura enferma que está reclamando a gritos una revisión que cambie el rumbo del mundo. Es necesario comenzar a tomar decisiones conscientes en torno al trato que les ofrecemos a nuestros hijos, ya que son nuestra apuesta de futuro, nuestro tesoro.
Publicado en el Última Hora, el 20 de Octubre del 2012

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